Prefiero ser inoportuno e indiscreto que adulador y taimado.
Michel de Montaigne
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Michel de Montaigne
El moralista
(continuación)
Las leyes y los hombres
(3)
Tzu Kung, discípulo de Confucio, dijo a Lao-Tzu: "Dices que no debe haber gobierno. Pero, si no hay gobierno, ¿cómo se purificará el corazón de los hombres?". El maestro contestó. "Lo único que no debemos hacer es entrometernos con el corazón de los hombres. El hombre es como una fuente; si la tocas, se enturbia; si pretendes inmovilizarla, su chorro será más alto... Puede ser tan ardiente como el fuego más ardiente; tan frío, como el hielo mismo. Tan rápido que, en un cerrar de ojos, puede darle la vuelta al mundo; en reposo, es como el lecho de un estanque; activo, es poderoso como el cielo. Un caballo salvaje que nadie doma: eso es el hombre."
El primer entrometido fue el Emperador Amarillo (*), que enseñó la virtud y la benevolencia. Los sabios Yao y Shun lo siguieron; trabajaron hasta perder los pelos de las canillas y de las piernas; se rompieron el alma con incesantes actos de bondad y justicia; se exprimieron los sesos para redactar innumerables proclamas y leyes. Nada de esto mejoró a la gente. Yao tuvo que desterrar a Huan Tou al Monte Chung, arrojar a Sao Miao al desierto, expulsar a Kung Kung _actos que habrían sido innecesarios de haber logrado sus buenos propósitos_.
Desde entonces las cosas han ido de mal en peor. El mundo soportó, al mismo tiempo, al tirano Chie y al bandolero Chih; frente a ellos, en los mismos días, al virtuoso Tseng, discípulo de Confucio, y al incorruptible Shi Yu. Entonces surgieron las escuelas de Confucio y Mo Tzu.
De ahí en adelante el satisfecho con su suerte desconfió del descontento, y a la inversa; el inteligente menospreció al tonto y éste a aquél; los buenos castigaron a los malos y los malos se vengaron de los buenos; los charlatanes y los hombres honrados intercambiaron injurias y amenazas. La decadencia se hizo universal. Los poderes naturales del hombre se desviaron, sus facultades innatas se corrompieron. En todas partes se empezó a admirar el "conocimiento" y la gente del común se volvió lista y taimada. Nada permaneció en su estado natural. Todo tuvo que ser cortado y aserrado conforme a un modelo rígido, dividido justo en donde la línea de tinta lo señalaba, triturado a golpe de cincel y martillo, hasta que el mundo entero se convirtió en innumerables fragmentos. Caos y confusión. ¡Y todo esto sucedió por inmiscuirnos en el alma de los hombres!.
Aquellos que se dieron cuenta de la locura de estos métodos, huyeron a las montañas y se escondieron en cuevas inaccesibles; y los grandes señores se sentaron temblando en sus viejos palacios. Hoy, cuando los cuerpos de los ajusticiados se apilan uno sobre otro; cuando a los prisioneros, encorvados y en cadenas se les empuja en manadas; cuando los contrahechos y los mutilados tropiezan uno con otro, los seguidores de Confucio y los de Mo Tzu no encuentran otro remedio que, a horcajadas de los aherrojados, levantar las mangas de sus camisas y darse de pescozones. Semejante impudicia es increíble. Casi podría afirmar que santidad y sabiduría han sido el cerrojo y la llave de los grillos que aprisionan al hombre; virtud y benevolencia, las cadenas y cepos que los inmovilizan. Sí, casi podría creerse que los virtuosos Sheng y Shi fueron las flechas silbantes que anunciaron la llegada del tirano Chieh y del bandido Chih.
Cuando Po-Chu visitó el país de Chi, vio el cuerpo de un malhechor descuartizado. Al punto se despojó de su manto de corte y cubrió los pobres miembros destrozados como si envolviese a un niño en pañales. Y mientras hacía esto, gritaba y se lamentaba: "No creas que tu solo sufres esta desgracia. No solo te pasa a ti esta terrible desdicha. . Nos pasa a todos, aunque a ti te ha herido antes. Tus jueces dicen: no robarás, no matarás, y esas mismas almas virtuosas, al premiar y elevar a unos cuantos, hunden al resto en la ignominia. La desigualdad que crea sus leyes engendra la ira y el rencor. Ellos, que amontonan riquezas, honores y méritos, siembran la semilla de la envidia. El corazón turbio por odio y envidia, el cuerpo cansado por un trabajo sin tregua, el espíritu henchido de irrealizables deseos, ¿cómo escandalizarnos de que todos terminen como tú?"
(*) Emperador Amarillo: héroe cultural mítico.
De Chuang-Tzu, selección y traducción de Octavio Paz, ed. Siruela, 1997
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